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Daniel Potes Vargas

OPINIÓN

Gustavo Álvarez Gardeazábal

Por: Daniel Potes Vargas

Nacido el 31 de octubre de 1945, es hijo de Evergisto Álvarez Restrepo y Maruja Gardeazábal. Este ilustre narrador de Tuluá ha hecho de su ciudad el espacio-tiempo de sus relatos, que han alcanzado celebridad mediática. En una ciudad donde sólo se habla de prepagos, sicarios, traquetillos, lavaperros o descuartizadores, ha llevado el estigma de esta violencia exaltada al  arte. Al transfigurar  en categoría estética la realidad entre bufona y peligrosa de su tierra, Gustavo Álvarez Gardeazábal hizo  su propio Macondo, su propio Comala.
Autor de muchas novelas bellas y legendarias en la literatura colombiana, trasladadas algunas al cine y la televisión, Gustavo ha marcado un camino para la narrativa nuestra. No sólo ha hecho de su tierra chica un referente dorado sino que desmintió el vigor ominoso de aquella frase en torno a que nadie es profeta en su tierra. Obviamente tras él va el alboroto o la conmoción, pero eso es parte de su estrategia mediática y está en su derecho de hacerlo.
En tierra de poetas y ensayistas, Gustavo deja su estilo particular. Poco cuidado en el estilo, a la manera miroriana, no obstante tiene un lenguaje rico en fulgores cotidianos. Mantiene la tensión lectoral y la atención del que consume sus superficies textuales. Desde “Piedra Pintada”, su primera novela, hasta “La misa ha terminado”, hay una línea, la de un novelista laborioso, de alguien que nunca repite esquemas estructurales. 
Cada novela de Álvarez Gardeazábal es una sorpresa de trabajo y brillo. Político, logró llevar la literatura al poder y la fetidez de los políticos a sus trabajos de narración. Niño terrible de las letras (como en la visión de Jean Cocteau), se hizo patriarca de las narraciones dinamiteras en un ambiente de moral doble y expresión triple.