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Daniel Potes Vargas

OPINIÓN

Continuación Tuluá in fábula 3

Por: Daniel Potes Vargas

Aparece luego una novela “Cóndores no entierran todos los días”, que hace un giro con relación a las dos anteriores, donde la comunidad criminal y la supliciada son como los universos simétricos de la gran historia de la sangre. En esta novela Gustavo Álvarez Gardeazábal, de algún modo cambia los ejes de referencia y el pivote ya no es el doble de la comunidad masacrada y los grupos masacradores, sino que son un eje único, el de León María Lozano, que se hace como la voluntad bíblica sin la cual no se mueve una vida o una muerte en Tuluá. El Cóndor llena el espacio narrativo, batiendo sus alas y generando bataclanes y polvaredas de velorios y cortejos fúnebres.
Remata esta tetralogía de la violencia tulueña una novela fina, de corte psicológico, como toda la producción de su autor. En La noche que no termina, del ilustre jurista Óscar Londoño Pineda, no se desciende a la descripción de la fenomenología genocida u homicida. Rastrea mejor los aires de muerte, terror y soledad que viven los personajes de ambos bandos.
Otra novela no teje la radiografía verbal de Tuluá desde el ángulo cuchillero o balístico, sino desde la soledad de sus niños callejeros. En los marginados, de Jairo Humberto Méndez Soto, se hacen malabarismos de descripción y narración para nombrar de  manera literaria el mundo de los gamines o niños abandonados de Tuluá, que deben dormir en las bóvedas del cementerio de Palobonito para escampar en las noches terribles de lluvia. Mi novela Joaquín Castello va y viene de Bogotá a Tuluá. Es un columpio que evita estar en un trapecio y se tira sin red a rememorar voces y susurros de este pueblo que ha amado a sus dementes y a sus reinas de belleza, en especial a Swanda Powell, una rubia pectoralizada que trajeron de Ohio para que desfilara en carroza por la carrera treinta tras haber desfilado en Chillicothe, su tierra, como reina de las industrias lácteas.
Henry Miller hubiese disfrutado con la corte de sus rameras de leyenda, plenas estas barraganas de anécdotas y acrobacias del lecho. La Remeneo, La Tongolele, La Culoetrueno, La Tumba-catres, La Campanita, La Mona Esther, La Camila Giraldo, entre otras brillantes damiselas del placer, llenarían páginas y páginas de un novelista voluptuoso.
Pero no sólo asesinos y cortesanas de pueblo han poblado sus escasas páginas de verdad y las abultadas de su leyenda. También eruditos como German Cardona Cruz o polígrafos como Enrique Uribe White, sabios de renombre planetario como Jorge Saúl García Mendieta, han aumentado con brillo y luz su historia. 
Legiones de poetas le han cantado, al lado de los forasteros como Fernando Charry Lara, Ítalo Balmes Peña Bejarano, Escolástico Escobar Lozano, Federico García Castro, Néstor Grajales López y Óscar Londoño Pineda, le han alabado sus glorias con mayor o menor calidad poética.
Monografistas como Joaquín Paredes Cruz, Carlos Eduardo Escobar Quintero, Guillermo E. Martínez Martínez, Ómar  Franco Duque, Guillermo E. Martínez Núñez, Carlo Ochoa Martínez, Olmedo Gómez Trujillo y Urbano Campo, han descrito sus capítulos de esplendor y miseria humana y política.
La oración por Tuluá la hizo Luis Enrique Romero Soto, nacido en esta tierra de juristas, de vates de alta calidad como Ómar Ortiz Forero y de cronistas atípicos como Walter Mondragón López. Tierra de pintores, de músicos y cantantes que hacen relación de sus bondades, inventario de sus dones. Claroscuro de riquezas y vilezas. Lo mejor de Tuluá sigue siendo la alegría y hospitalidad de sus nativos y lo peor, el no saber hacia dónde va porque los políticos no la dejan ver. Sobre su nombre hay mil leyendas y disparates, pero también abundan las verdades, entre las cuales destaca la de su enorme capacidad de enamorar sin condiciones a sus hijos y a los que tienen la extraña suerte de llegar a sus tierras, a las orillas de su río pardo, fresco y milenario.
Como en la frase del autor de “Cóndores no entierran todos los días”, la historia de Tuluá no la han escrito sus historiadores, que en sentido crítico nunca los ha tenido, sino sus novelistas, cuentistas y poetas. Y hasta mejor será así, ya que más que cifras hay relatos y más que estadísticas hay cantos a su vida y a su tierra.

Continuación Tuluá In Fábula

Por: Daniel Potes

Si no fue fundada por Juan de Lemus y Aguirre, un calavera ejemplar que embarazaba indias y desplumaba a  aquellos que jugaban cartas con él, y si no tuvo indios de los cuales se pueda afirmar con certeza su existencia, ¿qué queda de la ciudad?
Lo que queda es poco cierto y muy aleatorio lo que hay sobre ella. Que le llaman Corazón del Valle no tanto porque haya muchas enamoradas en su territorio sino porque genera otra metáfora, la de ser algo comparable al órgano cardíaco en la geografía regional. Cuna de bandidos célebres y desalmados, de mujeres de belleza proverbial y de una agroindustria que ni avanza ni retrocede, al igual que de una vocación mercurial, de una actividad comercial inextinguible, es una ciudad que genera círculos concéntricos que se difunden hacia muchas municipalidades vecinas y circunvecinas.
Tierra  de turcos, árabes, judíos, sirios, libaneses, que recibían el gentilicio común y raso de turcos. Ciudad que es hermana, por decreto, de otra en el Estado de Ohio; Chillicote, que es recordada con el nombre de su único lago donde antes amaban a las garzas y ahora las quieren exterminar.
Tradición oral y piso verbal frondoso, hacen de Tuluá una gramática, mitad bien conjugada, mitad planilla de errores y olvidos. Y el olvido es otra forma de la muerte, como la ingratitud.
Llena de remiendos en su crónica, tiene un porcentaje pequeño de verdad y lo que queda si no es legendario, es mítico.
De las novelas que la pintan, menos dos, todas son sobre la violencia con minúscula, como estado perenne de estos ciudadanos que fanfarronean sobre su masculinidad balística y su desconocimiento de la piedad o la compasión. Ángeles de la muerte de otras tierras poblaron su olimpo de sangre, llenaron su Wallhala de cuchillos, machetes y pistolas.
Primero fue Miguel Jerónimo  Panesso Olivares, quien en su novela “El molino de Dios”, puebla y despuebla la ciudad de matones atemorizantes como El vampiro, Pájaro verde, Pájaro azul o Lamparilla, recordando que calles, carreras y avenidas se hinchaban de soledad y terror como escenarios de brutalidad y sevicia contra el bando contrario en asuntos de partidismo político.
Por vez primera alguien se atrevió a llamar por sus remoquetes a estos mensajeros del tueno y la tortura. Luego Fernán Muñoz Jiménez, retrata a los mismos sujetos emisarios de una parca violenta con apodos y apellidos, y uno que otro nombre. Horizontes cerrados se hizo eco no sólo como estado común de la humanidad sino de La Violencia con mayúscula, como periodo histórico en el cual Tuluá ratificó su condición de tierra amante del jolgorio de la eternidad, de la muerte precoz, del Tánatos que siempre la ha fascinado hasta en sus semanarios que se hacen productivos con el registro de obituarios y crímenes de todas las taxonomías.