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Daniel Potes Vargas

OPINIÓN

Continuación Tuluá In Fábula

Por: Daniel Potes

Si no fue fundada por Juan de Lemus y Aguirre, un calavera ejemplar que embarazaba indias y desplumaba a  aquellos que jugaban cartas con él, y si no tuvo indios de los cuales se pueda afirmar con certeza su existencia, ¿qué queda de la ciudad?
Lo que queda es poco cierto y muy aleatorio lo que hay sobre ella. Que le llaman Corazón del Valle no tanto porque haya muchas enamoradas en su territorio sino porque genera otra metáfora, la de ser algo comparable al órgano cardíaco en la geografía regional. Cuna de bandidos célebres y desalmados, de mujeres de belleza proverbial y de una agroindustria que ni avanza ni retrocede, al igual que de una vocación mercurial, de una actividad comercial inextinguible, es una ciudad que genera círculos concéntricos que se difunden hacia muchas municipalidades vecinas y circunvecinas.
Tierra  de turcos, árabes, judíos, sirios, libaneses, que recibían el gentilicio común y raso de turcos. Ciudad que es hermana, por decreto, de otra en el Estado de Ohio; Chillicote, que es recordada con el nombre de su único lago donde antes amaban a las garzas y ahora las quieren exterminar.
Tradición oral y piso verbal frondoso, hacen de Tuluá una gramática, mitad bien conjugada, mitad planilla de errores y olvidos. Y el olvido es otra forma de la muerte, como la ingratitud.
Llena de remiendos en su crónica, tiene un porcentaje pequeño de verdad y lo que queda si no es legendario, es mítico.
De las novelas que la pintan, menos dos, todas son sobre la violencia con minúscula, como estado perenne de estos ciudadanos que fanfarronean sobre su masculinidad balística y su desconocimiento de la piedad o la compasión. Ángeles de la muerte de otras tierras poblaron su olimpo de sangre, llenaron su Wallhala de cuchillos, machetes y pistolas.
Primero fue Miguel Jerónimo  Panesso Olivares, quien en su novela “El molino de Dios”, puebla y despuebla la ciudad de matones atemorizantes como El vampiro, Pájaro verde, Pájaro azul o Lamparilla, recordando que calles, carreras y avenidas se hinchaban de soledad y terror como escenarios de brutalidad y sevicia contra el bando contrario en asuntos de partidismo político.
Por vez primera alguien se atrevió a llamar por sus remoquetes a estos mensajeros del tueno y la tortura. Luego Fernán Muñoz Jiménez, retrata a los mismos sujetos emisarios de una parca violenta con apodos y apellidos, y uno que otro nombre. Horizontes cerrados se hizo eco no sólo como estado común de la humanidad sino de La Violencia con mayúscula, como periodo histórico en el cual Tuluá ratificó su condición de tierra amante del jolgorio de la eternidad, de la muerte precoz, del Tánatos que siempre la ha fascinado hasta en sus semanarios que se hacen productivos con el registro de obituarios y crímenes de todas las taxonomías.