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Daniel Potes Vargas

OPINIÓN

Fernán y Paul Disnard

Por: Daniel Potes Vargas

Un día  llegó uno de tantos paquetes que envía Óscar Londoño Pineda a sus amigos de Tuluá. Desde Bogotá llegó la copia de un artículo de Eduardo Santa dedicado a Paul Disnard, de origen serbio-croata pero nacido en Santander de Quilichao, departamento del Cauca.

Cuenta Santa que en esa época en el Café Automático se reunían las tertulias literarias alrededor del aroma del café, el manoteo de los furibundos y la cortina de humo de los fumadores incorregibles. No había música y ello promocionaba las primicias del diálogo. Ahora los bares y tabernas tienen un volumen tan alto en sus músicas que se crea como un muro, como una tapia que impide que haya diálogo (conocimiento entre dos) y sólo haya monólogos al por mayor. Es como el discurso de los esposos, paralelos como las líneas del tren, cercanamente alejada, junto pero condenado a no cruzarse jamás. Sólo mono-logos, conocimiento entre sí.

Luego fue el Café de la Paz. Desde León de Greiff, con su barba leonina y su verbo neologista hasta Fernán Muñoz Jiménez, que en unión de Óscar Londoño Pineda, llevaba la representación del intelecto tulueño, todo era un conciliábulo de gramáticas, una Babelia de sordinas y conjugaciones. Ferocidades y paridades se daban cita en este café que de paz solo tenía el nombre.

Neftalí Ricardo Reyes fue luego Pablo Neruda. Neftalí Sandoval se llamó Paúl Disnard porque no soportó, como el chileno, el nombre mansalvero. Siempre firmó así este Sandoval, tío de José Manuel Sandoval, ex -comandante de las Fuerzas Áreas de Colombia, que vivió bohemia en Bogotá, escribió un libro sobre el imperio de los quilichaueños (Quilichao), se fue luego a Méjico para regresar a su útero terrestre, la tierra de su madre, en Belgrado. Trashumante de altas gitanerías, Paúl Disnard, es decir, Neftalí Sandoval de Santander de Quilichao, también llevó vida bohemia con el tulueño Fernán Muñoz Jiménez quien por esos días publicaba su novela sobre la violencia en Tuluá, Horizontes cerrados, con prólogo de Camilo José Cela (luego flamante Nobel) quien por esos días daba en Bogotá cátedra de vitalidad iconoclasta.