Por: Daniel Potes Vargas
Llegaron, ocurrieron y pasaron como cada año por el mes de junio. Las ferias de Tuluá nacieron como algo cerrado, de tipo ganadero. No obstante que en Cali las Ferias tienen un sentido más real y comunitario porque se hacen a lo largo y ancho de La Sultana del Valle, en Tuluá todo tenía un perímetro mítico, un Coliseo, el Manuel Victoria Rojas, en el cual ardía esa legendaria combustión de las carnestolendas orejonas. Las que acaban de concluir fueron las sexagésimas, con más de medio siglo de fervor y actividad sin fin, febril y mística.
Cuando fue la versión 46 de este evento, el coronel Dagoberto García y el Mayor José Gregorio Molina M., encargados de la seguridad del recinto histórico, debieron cerrar los accesos ya que la multitud superaba las previsiones espaciales y arquitectónicas de la Plaza ferial. Era presidente Jorge Vásquez Motoa. Eran otras épocas donde se pensaba más en el querido pueblo de Tuluá y no en llenar los bolsillos de dos o tres malandros. Igual ocurrió con otros Jorges, que dejaron una impronta dorada; Jorge Alberto Cruz y Jorge Alberto Andrade Rada. Cuando se haga una historia crítica de nuestra festividad mayor se deberá mirar con lupa la lista de aquellos que amaron su grandeza y no la servidumbre para pasarla de agache y permitir que los mismos tres o cuatro bribones transformaran algo popular en algo para llenar su tripa financiera. Y en un mundo más ameno, debemos decir que así como hay potentados de la Costa Caribe, Los Llanos orientales, Antioquia o el Eje cafetero, que vienen en briosos y costosos corceles, hay ciudadanos que llenos de vanidad alquilan a los carretilleros de la Pesquera sus rocinantes famélicos y costilludos. Los bañan, los peinan y perfuman. Se ponen gafas oscuras, bigote postizo y un sombrero casi monteriano y desfilan como si fueran Pablo Escobar Gaviria o Fabio Ochoa, cuando en sus cantimploras no llevan licores finos sino chirrinchi de galería. La feria es lo popular y también el espejo de la vanidad tulueña. Y esos mismos que tienen a los carretilleros detrás para evitar que se escapen con sus escuálidos Babiecas, tienen detrás de ellos a tristes e hilarantes botelleros que corren tras esos jinetes del chirrinchi y entregarles una botella con ese infame repuesto y lucirse delante de amazonas de pechuguería volcánica y traseros hemisféricos y perturbadores. Por eso se llaman ferias, que es cuando los tulueños empeñan sus suegras, ex esposas y neveras para entrar a presumir al espacio mitológico de la música y las lechonas.