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Daniel Potes Vargas

OPINIÓN

Los narradores tulueños y la Violencia

Por: Daniel Potes Vargas

Hay una violencia con minúscula, que alude al estado general de las sociedades humanas cuando no disfrutan de la paz diaria y una Violencia con mayúscula, sobre todo como período histórico en Colombia. El Valle del Cauca ha producido buena parte de la narrativa de violencia y Violencia en Colombia. 
En Cartago, el siquiatra Daniel Caicedo con Viento seco; en Cali Arturo Alape, con Noche de pájaros y en Tuluá varios escritores, abren y cierran un ciclo inspirado en la Violencia y en la violencia.
Miguel Jerónimo Panesso Oliveros, inicia los relatos violentos en Tuluá en su novela El Molino de Dios, donde cita los remoquetes de los grandes asesinos, Pájaro Verde, Pájaro Azul, Lamparilla o El Vampiro. Luego Fernán Muñoz Jiménez, continúa con Horizontes cerrados los tenebrosos capítulos del horror partidista y su sangre en Tuluá.
Después Gustavo Álvarez Gardeazábal, con su novela “Cóndores no entierran todos los días” y el cuento “Ana Joaquina Torrentes”, perpetúa la descripción del espanto en Tuluá y Ceilán. Óscar Londoño Pineda, con la finura sicológica propia de su prosa elaborada con “La noche que no termina”, ahonda los mecanismos del horror; éstos se centran en la Violencia como etapa histórica, como descripción temporal de genocidios y homicidios de origen político y económico en el fondo. Ya Robert Posada Rosero, con “Danza de muerte” aborda la violencia cotidiana, como estado diario de un pueblo asolado por todas las formas del accionar violento y la intolerancia de los fanáticos políticos, liberales y conservadores. Una obra poética plena del espanto; “La violencia es una lágrima triste”, del vate Samuel Arcila Vélez, secuestrado y asesinado por extorsión, cierra el panorama sangriento que une, de modo indisoluble, ciudad y violencia extrema, urbe y relato saturado de muerte, desolación y lágrima. En cuanto a la teoría violentológica, hay tres obras del aporte tulueño: El poder y la sangre, de Adolfo León Atehortúa Cruz; La violencia en el centro del Valle, de Olmedo Gómez Trujillo; y La carta suicida, de Ómar Franco Duque.